Mendigaba por las esquinas cualquier pedacito de algo que saciase su hambre y aceptaba limosnas de todo aquel que se dignase a colaborar con su causa perdida, olvidada, abandonada.
Al principio era más fácil. Cuando la soledad había comenzado a ser su compañera aún tenía algo que ofrecer a cambio de sustento; su interior aún bullía con cosas bonitas a las que la gente sacaba partido. Explotaban, estrujaban, exprimían, aprovechaban todo cuanto encontraban hasta dejar sólo pequeños pedacitos como astillas tras un fuego. Tirados. Trocitos de vida.
Se acostumbró al sonido que hacía su interior por la ausencia de alegrías, de ambiciones y de aspiraciones. Se acostumbró al silencio hueco y al hambre voraz en su corazón que engullía ilusión a bocados, esperanza a cucharadas y anhelos a tragos secos, sin hielo. Se habituó a la extraña sensación de su propio ser carcomiéndose a sí mismo.
Cuando todo había comenzado, cuando su corazón sólo lucía las cicatrices de un par de disgustos aún conservaba algo de criterio. Tenía más cabeza y escogía mejor a base de qué saciaba su hambre. Intentaba seguir una dieta baja en penas y rica en serenidad. Y durante un tiempo no le fue mal. Algún alma caritativa fue lo suficientemente generosa como para mantener su existencia durante tanto tiempo que casi olvidó las cicatrices con las que había iniciado el viaje.
Pero ahora. Ahora parecía que un avión hubiese cruzado el atlántico con aquel pequeño amasijo de cicatrices, heridas y perforaciones colgando en el retrovisor. Ahora se conformaba con comida basura cuyo efecto duraba una noche, apenas unas horas. Ahora salía a la calle y no le importaba ofrecerse a un extraño. Ahora usaba su cuerpo como moneda de cambio con tal de que unos brazos, cualesquiera, le diesen calor.
Y así, se le moría de hambre el corazón.
Al principio era más fácil. Cuando la soledad había comenzado a ser su compañera aún tenía algo que ofrecer a cambio de sustento; su interior aún bullía con cosas bonitas a las que la gente sacaba partido. Explotaban, estrujaban, exprimían, aprovechaban todo cuanto encontraban hasta dejar sólo pequeños pedacitos como astillas tras un fuego. Tirados. Trocitos de vida.
Se acostumbró al sonido que hacía su interior por la ausencia de alegrías, de ambiciones y de aspiraciones. Se acostumbró al silencio hueco y al hambre voraz en su corazón que engullía ilusión a bocados, esperanza a cucharadas y anhelos a tragos secos, sin hielo. Se habituó a la extraña sensación de su propio ser carcomiéndose a sí mismo.
Cuando todo había comenzado, cuando su corazón sólo lucía las cicatrices de un par de disgustos aún conservaba algo de criterio. Tenía más cabeza y escogía mejor a base de qué saciaba su hambre. Intentaba seguir una dieta baja en penas y rica en serenidad. Y durante un tiempo no le fue mal. Algún alma caritativa fue lo suficientemente generosa como para mantener su existencia durante tanto tiempo que casi olvidó las cicatrices con las que había iniciado el viaje.
Pero ahora. Ahora parecía que un avión hubiese cruzado el atlántico con aquel pequeño amasijo de cicatrices, heridas y perforaciones colgando en el retrovisor. Ahora se conformaba con comida basura cuyo efecto duraba una noche, apenas unas horas. Ahora salía a la calle y no le importaba ofrecerse a un extraño. Ahora usaba su cuerpo como moneda de cambio con tal de que unos brazos, cualesquiera, le diesen calor.
Y así, se le moría de hambre el corazón.