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¡Eh, tú! Te lo digo una vez y no lo repetiré: Que sea la última vez que te cuelas en mis sueños, descolocando mi delicado orden con tus ojos y tus palabras. Que no se repita. Que no vuelva a sentir tus brazos sobre mi cintura como si fuese verdad, tu respiración en mi cuello estremeciéndome la piel. ¡Que no y que no!

Que me llevaste al límite y no quiero volver a estar de puntillas en el abismo de tu vida.

Seiscientos veintisiete besos al día no fueron suficientes para que te quedases a mi lado. Era lo que me faltaba, que vengas ahora a acomodarte en mi almohada.

Cuatrocientas ochenta y nueve caricias por cada noche a tu lado no me sirvieron más que para desgastarme las manos al roce con tu espalda. Déjame ahora tranquila, curándome las heridas.

Porque ochocientos quince tequieros susurrados al oído se ahogaron, y perdieron el sentido apenas encontraron la salida entre mis labios. Y, para qué negarlo, hablar en sueños nunca ha sido lo mío.

Y mis favoritos; todos los abrazos inesperados que te dí. De esos he perdido la cuenta, pero seguro que son más de cien, de diez mil y seguramente más de un millón doscientos cuarenta y cuatro mil novecientos cincuenta y dos. Sorprendiéndote por la espalda, abalanzándome contra ti a la mínima, apretando mis mofletes contra tu hombro derecho y empujándote con fuerza como queriendo ser parte tuya. Sí, todos esos abrazos que no me sirvieron para nada, sólo para alejarte más y más. Y no es mi plan precisamente caer de la cama en un último abrazo inesperado. Que no te lo mereces.

Pues eso, que sea la última vez que te cuelas en mi inconsciente, maldito desvergonzado, que no tengo ganas de seguir aguantándote. No, ni en sueños.

Nunca me han gustado los números exactos.

La alarma de mi móvil siempre suena a horas como las 7.14, las 10.23 o las 21.57 (sí, duermo la siesta a las horas más insospechadas). Para mí, no te he dicho las cosas “mil veces”, no. Siempre “te lo he dicho cincuenta y dos mil quinientas veinte veces” (número que me gusta dicho, pero no escrito, dicho sea de paso). Es una manía. Me molestan los números tan redondos. No me gustó tener 20 años, era un número demasiado perfecto. Afortunadamente, cuando tenía 10 aún no tenía estas neuras. Tenía otras.

El caso es que me acerco peligrosamente a un número muy odioso. Y aquí, a las puertas de la entrada número 100, he decidido pararme en la 98. Porque la gente celebra los números bonitos, con muchos ceros, pero yo no, yo esos sólo quiero que pasen muy rápido.

Realmente, el 98 tampoco es un número tan importante como para celebrarlo muy a lo grande, pero me apetece. Porque sí, porque tengo mis neuras y punto. Porque esto del blog no deja de fascinarme y, sin enterarme muy bien cómo, se me han resbalado entre los dedos lo que en septiembre serán dos años aquí y bueno, he querido pararme a hablar un rato.

Sobra decir que doy las gracias a todo aquel que en algún momento ha pasado por aquí y ha dedicado aunque sean dos minutos a leerme. Y aunque eso de los seguidores es algo absurdo (al final la gente acaba utilizándolo como un concurso de popularidad), bueno, pues que gracias a los que consideran mi blog digno de seguir, por las razones que sean.
Pero hay unos cuantos que se han ganado unas gracias especiales, un huequito personalizado en los favoritos de mi explorador.

En parte, por
Noviembre me dio por crear este blog. Así que, podríamos concluir, y concluiremos, que ella tiene un poquito que ver en que yo esté hoy aquí. Otros factores influyeron, obviamente, pero bueno, su mérito tiene la muchacha. No sólo por animarme a crearlo, si no por animarme una vez echada al ruedo y por animarme a escribir, costumbre ésta con la que he tenido mis más y mis menos.

Cuando empecé, los seguidores no eran para mí un concurso de popularidad. Eran mis amigos dándole al botoncito de hacerse seguidor porque…bueno, yo qué sé por qué, porque era una pesada, supongo.
Lázaro Suárez fue mi primer seguidor desconocido. Flipantemente increíble me resultó que Lázaro Suárez, ni más ni menos, (Lázaro Suárez eh?) le diese a ese botoncito. A ver, que mola que flipas. Descargad su libro y decidme si miento. No me extenderé más hablando de él porque, como ya dije en alguna ocasión, decir más sería blasfemar.

Llegaron después
Oski y Raquel. Primeras personitas con las que llegué a entablar relación más allá del blog. Oski me inundó el disco duro de cantautores españoles que se escondían entre las alas de un búho real. Y Raquel…bueno, Raquel me descubrió las maravillas que se esconden tras su réflex y, con sus uñas gemelas a las mías, fue la primera persona con la que escribí algo a medias.

Por ese entonces, descubrí al que ahora es mi pequeño socio,
Aprilis. Con él comparto el amor por el té, la buena música y la profesión (y tal vez también una tendencia a enviar dedos mutilados por correo). Nunca he visto tanta música maravillosa reunida en un solo blog, sólo por eso ya se merece un gracias a lo grande.

También entonces descubrí a
Yopopolin. Yopo es un cabrito. Desde el primer día que lo leí se instaló en mis favoritos y es de esos blogs que corro a leer cuando actualiza. Porque siempre es divertido e interesante. Aunque hable de sus gafas nuevas o de grandes tetas. Da igual, lo torna todo de lo más interesante. Y digo que es un cabrito porque es el único que me hace hablar por los codos como si no hubiese mañana en su blog.

Y por último, está
Pescador. Pescador es un muchacho que siempre consigue hacerme sentir como si fuese una escritora de verdad con grandes novelas escritas a mi espalda. A día de hoy creo que es él el único que logra ese efecto :)

Y bueno, hoy, a dos entradas de las 100, me apeteció dar las gracias a todo aquel que me lee o leyó en algún momento. Porque, como dicen las abuelas, es de bien nacidos ser agradecidos. Y tanto más si se han leído este excursus que nos ocupa.

Y con esto, se cierra el telón. Nos volveremos a encontrar cuando un conspicuo número llame mi atención en el recuento de entradas.

sonrisa.valiente.

Se ponía histérica cuando veía por la calle a alguien comiendo gusanitos de uno en uno. Le daban ganas de zarandear al individuo y gritarle, aullarle, que los gusanitos se comen a puñados, que todo el mundo lo sabía. A menudo le entraba una mala leche inexplicable con cositas como esa, como cuando veía a algún imbécil hablando a voces por el móvil o cuando veía cómo se enfadaba la gente viendo los deportes.

No solía ser así; antes su organismo funcionaba de manera completamente diferente, y aún recordaba cómo no hacía demasiado sonreía sin motivo cuando caminaba sola por la calle. Aún recordaba cuando sentía como si los huesos se le hiciesen pedacitos del gusto cuando la abrazaba. Como si le fuese a explotar el pecho de amor, cariño o lo que fuese.

Ahora rezongaba al cuello de su camisa cuando en su camino se cruzaba una pareja empalagosa. Las muestras de cariño en público nunca habían sido lo suyo, ni siquiera en sus buenos tiempos, pero es que ahora se hacían algo insoportable que sólo servían para alimentar más su mal humor.

Donde antes era dulce, tierna y sensible ahora se había vuelto hipócrita y cínica. Ahora era de las que afirmaba, con la boca muy grande y el corazón muy pequeño, que el amor está sobrevalorado. Ella, que siempre había dicho que los que hacían uso de esa frase no eran más que pobres miserables a los que nunca nadie había querido en condiciones.

Ahora, ahora se encontraba repitiendo esa frase hasta que perdía el poco sentido que, al menos gramaticalmente, tenía. Se la soltaba a todo aquel que le preguntaba qué tal le iba. Pero no era eso lo peor, no. Lo peor era que se la repetía a sí misma cuando no había nadie más que la escuchase. La canturreaba para sus adentros y para sus afueras pensando así que se convencería de que el amor no era para tanto. La canturreaba para cubrir esa voz en su interior que le decía, que le gritaba, que el amor no era para tanto, no. Era para mucho.

Y así fue como se dio cuenta, de la peor forma posible, de que aquellos que hacían uso de la infausta locución no eran tontos que nunca habían experimentado lo que es amar. Más bien, eran infelices que habían amado más que nadie para perderlo todo después. Pobres almas en pena que preferían engañarse y repetir lo mismo a los cuatro vientos, que aceptarlo y morirse de la pena.